Eva Díez (2008): La foto de los huevos |
Helicón
(…)
De modo que llegamos a las once en punto, una hora discreta. Pedí un whisky con
hielo y, mientras ella se preguntaba lo que iba a consumir, me propuse interrogarla
sobre su vida, sobre su trabajo, sobre cualquier cosa.
-Un
batido de plátano –dijo de pronto.
Me
disgustó que Ángela no probara el alcohol. Eso ponía las cosas un poco difíciles.
Yo diciendo tontería tras tontería, y ella, cada vez más sobria, cada vez más
nutrida y vitaminada, observándome –observándonos, porque pronto llegarían los
amigos- como un juez implacable y justiciero. Me había ocurrido en alguna
ocasión y los resultados no podían haber sido más desalentadores. Pensé en
aquellos momentos en hacerme con una guía nocturna de granjas y cafeterías,
cuando Aureliana se aproximó con un vaso largo de color repulsivo y lo depositó
sobre la mesa.
-Está
muy cargado –dijo sonriendo.
Ángela
no entendió el chiste, tal vez quien no lo entendiera fuese yo o, seguramente,
había poco que entender. Pero Aureliana -¿por qué se me habría ocurrido acudir
aquella noche al Griffith?- quiso mostrarse encantadora y añadió:
-Me
refiero a que he utilizado un plátano doble. Espero que te guste.
A
Ángela no le gustó. Aguardó a que Aureliana regresara canturreando a la barra y
me miró con una extraña expresión entre divertida y nauseabunda.
-Un
plátano gemelo –murmuró-. Ha querido decir plátanos
gemelos…
Y enseguida, como accionada por un resorte, empezó a enumerar toda suerte de fenómenos, para ella repugnantes, con los que nos mortificaba la Madre Naturaleza. Primero estaba el plátano, aquellos plátanos siameses que Aureliana acababa de dejar sobre la mesa en forma de batido. Y ahora recordaba de pronto una ocasión, de pequeña, en el comedor del colegio… La monja le había servido de la cesta una fruta de esas características y ella se negó a probarlo, a tocarla, a mirarla siquiera. En el mercado –porque a menudo, me contó, era ella quien se encargaba de hacer la compra para la familia- no permitía jamás que le vendieran los productos en bolsas precintadas. Todo lo contrario. Ella misma seleccionaba las piezas una a una –aunque en algunos puestos estuviera prohibido tocar el género y más de una vez hubiera sido reprendida por la vendedora-,no fuera que la monstruosidad apareciera luego en casa en forma de patata, de tomate, de berenjena… Pero había algo peor. Le había ocurrido hacía muy poco y todavía no podía evocarlo sin estremecerse. (Le ofrecí un sorbito de whisky y Ángela lo bebió como una autómata.) Sí, existían algunos productos contra los que no valían precauciones ni cautelas. Porque el otro día, ese día aciago, acababa de adquirir como siempre una docena de huevos. Y luego, ya en la cocina, cuando se disponía a hacerse una tortilla, no tuvo más remedio que comprobar con horror que aquella inofensiva e inocente cáscara contenía en su interior nada menos que dos yemas. Dos. Exactamente iguales. Repulsiva e insospechadamente iguales.
En
aquel mismo instante, supongo, hubiera debido reaccionar, dejar el importe de
nuestras consumiciones sobre la mesa y llevarme a Ángela lo más lejos posible
de Aureliana y del Griffith. Pero no fui lo suficientemente rápido. Oí mi nombre,
me volví y reconocí consternado, a través del cristal, los mitones rojos de
Violeta Imbert lanzándome un saludo desde el vestíbulo del cine. Demasiado
tarde. Ya Violeta Imbert y Toni Pujol subían a toda prisa el tramo de escaleras
que les separaba del bar. Me había puesto pálido. Ángela, para mi desgracia, no
se daba cuenta de nada. Miraba hacia el vacío y proseguía impertérrita:
-He
dicho “exactamente iguales”. Pero no es del todo cierto. Mientras las dos yemas
convivieron en el interior de la cáscara, es decir, toda su vida, estaban
condenadas a contemplarse la una en la otra. Una, en cierta forma, era parte de
la otra. Y su fin, el lógico fin para el que nacieron, para el que estaban
destinadas, parecía todavía más angustioso: fundirse fatalmente en una
tortilla, abandonar sus rasgos primigenios –iguales, idénticos,
calcados-,entregarse a un abrazo mortal y reparador, y volver a lo que nunca
fueron pero tenían que haber sido. Un Algo Único, Indivisible… O, tal vez, todo
lo contrario –aquí Ángela bajó misteriosamente el tono-: reproducir, sobre la
sartén, su dualidad congénita e
inquietante.
No
sé si me encogí de hombros, si asentí con la cabeza o si no hice nada en
absoluto. Me sentía nervioso.
-Me
refiero –continuó poniendo buen cuidado en medir sus palabras-a que, en lugar
de una tortilla, podría haber estado pensando en un huevo frito. Sí, ¿por qué
no? Un huevo frito. Y entonces las dos yemas hubieran parecido de la misma
forma en la que siempre vivieron. Una al lado de la otra. Aprisionadas ahora por
la clara. Dos hermanitas vestidas de organdí…
Cristina FERNÁNDEZ CUBAS (1990): Todos los cuentos: El ángulo del horror: “Helicón”. Tusquets
Editores. Colección Andanzas; 672. Páginas 170-172.
Entrevista a Cristina Fernández Cubas en CARATUCA.
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