Joaquín Sorolla (1907): Entre naranjos. |
El diputado se detuvo en la entrada de la calle donde estaba el Casino. Hasta él llegaba el rumor de la concurrencia, mayor que otros días con motivo de su llegada. ¿Qué iba a hacer allí? Hablar de los asuntos del distrito, de la cosecha de la naranja o de las riñas de gallos; describirles cómo era el jefe del Gobierno y el carácter de cada ministro. Pensó con cierta inquietud en don Andrés, aquel mentor que, por recomendación de su madre, si se despegaba de él alguna vez, era para seguirle de lejos… Pero, ¡bah!, que le esperasen en el Casino. Tiempo le quedaba en toda la tarde para abismarse en aquel salón lleno de humo, donde todos, al verle, se abalanzarían a él, mareándole con sus preguntas y confidencias.
Y embriagado cada vez más por la luz meridional y aquellos perfumes primaverales en pleno invierno, torció por una callejuela, dirigiéndose al campo.
Al salir del antiguo barrio de la Judería y verse en plena campiña, respiró con amplitud, como si quisiera encerrar en sus pulmones toda la vida, la frescura y los colores de su tierra.Los huertos de naranjos extendían sus rectas filas de copas verdes y redondas en ambas riberas del río; brillaba el sol en las barnizadas hojas; sonaban como zumbidos de lejanos insectos los engranajes de las máquinas del riego; la humedad de las acequias, unida a las tenues nubecillas de las chimeneas de los motores, formaba en el espacio una neblina sutilísima que transparentaba la dorada luz de la tarde con reflejos de nácar.
A un lado alzábase la colina de San Salvador, con su ermita en la cumbre rodeada de pinos, cipreses y chumberas. El tosco monumento de la piedad popular parecía hablarle como un amigo indiscreto, revelando el motivo que le hacía abandonar a los partidarios y desobedecer a su madre.
Era algo más que la belleza del campo lo que le atraía fuera de la ciudad. Cuando los rayos del sol naciente le despertaron por la mañana en el vagón, lo primero que vio antes de abrir los ojos fué un huerto de naranjos, la orilla del Júcar y una casa pintada de azul, la misma que asomaba ahora, a lo lejos, entre las redondas copas del follaje, allá en la ribera del río.
Vicente Blasco Ibáñez (1900): Entre naranjos
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