lunes, 14 de julio de 2014

Roberto Bolaño: La parte de Fate, en 2666

Juan Miguel Avalos: Hecho en casa costillas de cerdo BBQ sin hueso
COMIDA. Como ustedes saben, dijo Seaman, yo resucité gracias a las chuletas de cerdo. Primero fui un Pantera Negra y me enfrenté a la policía de California y luego viajé por todo el mundo y luego viví varios años con los gastos pagados por el gobierno de los Estados Unidos de América. Cuando me soltaron yo no era nadie. [...] Entonces, un día cualquiera, recordé que había algo que no había olvidado. No me había olvidado de cocinar. No me había olvidado de mis chuletas de cerdo. Con la ayuda de mi hermana, que era una santa y a la que le encantaba hablar de estas cosas, fui anotando todas las recetas que recordaba, las de mi madre, las que había hecho en la cárcel, las que los sábados hacía en casa, en la azotea de casa, para mi hermana, aunque ella, he de decirlo, no era muy aficionada a la carne. Y cuando tuve el libro completo fui a Nueva York a ver a algunos editores y uno de ellos se interesó y el resto vosotros ya lo conocéis. El libro me puso en circulación otra vez.. Aprendí a combinar la gastronomía con la memoria. Aprendí a combinar la gastronomía con la historia. Aprendí a combinar la gastronomía con mi agradecimiento y mi perplejidad por la bondad de tanta gente, empezando por mi difunta hermana y siguiendo por tantas personas. Y aquí permítanme que haga una precisión. Cuando digo perplejidad, quiero decir, también, maravilla. Es decir, una cosa extraordinaria que causa admiración. Como la flor de la maravilla, o como las azaleas, o como las siemprevivas. Pero también me di cuenta de que esto no bastaba. No podía vivir siempre con mis famosas y riquísimas recetas de costillas. No dan para tanto las costillas. Hay que cambiar. Hay que revolverse y cambiar. Hay que saber buscar aunque uno no sepa qué es lo que busca. Así que ya pueden ir sacando, los que estén interesados, lápiz y papel, pues les voy a dictar otra receta. Es la del pato a la naranja.


No es recomendable para comer cada día, porque no es barato y además su elaboración no debe ser inferior a una hora y media, pero una vez cada dos meses o cuando se celebra un cumpleaños, no está mal. Estos son los ingredientes para cuatro personas. Un pato de un kilo y medio, veinticinco gramos de mantequilla, cuatro dientes de ajo, dos vasos de caldo, un ramillete de hierbas, una cucharada de tomate concentrado, cuatro naranjas, cincuenta gramos de azúcar, tres cucharadas de brandy, tres cucharadas de vinagre, tres cucharadas de jerez, pimienta negra, aceite y sal. Luego Seaman explicó las diferentes fases de la preparación y cuando hubo terminado de explicarlas solo dijo que aquel pato era una excelente comida.

Roberto BOLAÑO (2004): La parte de Fate, en 2666. Editorial Anagrama, colección Compactos: Barcelona. Páginas 317-320.

jueves, 29 de mayo de 2014

Flor de mayo

Joaquín Sorolla: Pescadoras valencianas
Ya habían pasado en la penumbra del amanecerlos carros de las verduras y las vacas de la leche con su melancólico cencerreo. Solo faltaban las pescaderas, rebaño sucio, revuelto y pingajoso que ensordecía con sus gritos e impregnaba el ambiente con un olor de pescado podrido y un aura salitrosa del mar coservados entre los pliegues de sus zagalejos.
Llegaron cuando ya era de día, y a la luz cruda de un amanecer azulado empezaba a recortar vigorosamente todos los objetos sobre el fondo gris del espacio.
Ignacio Pinazo: Carros y tartanas
Oíase, cada vez más próximo, un indolente cascabeleo, y una tras otra fueron entrando en el puente del mar cuatro tartanas. Iban arrastradas por horribles jamelgos que parecían sostenerse únicamente por los tirones de riendas que daban los tartaneros. Estos se mantenían encogidos en sus asientos y con el tapaboas arrollado hasta los ojos.
Eran com negros ataúdes, y saltaban sobre los baches lo mismo que barcos viejos y despanzurrados a merced de las olas. El toldo tenía el cuero agrietado y tremendos rasguños, por donde asomaba el armazón de cañas; pegotes de pasta roja cubrían las goteras; el herraje roto y chirriante estaba remendado con cordeles; las ruedas guardaban en sus capas de suciedad el barro del invierno anterior, y todo el carruaje, de arriba abajo, parecía una criba, como si acabase de sufrir las descargas de una emboscada.
En su parte anterior lucían, como adorno coquetón, unas cortinillas de rojo desteñido, y por la abertura trasera mostrábanse revueltas con los cestos las señoras de la Pescadería, arrebujadas en sus mantones de cuadros, con el pañuelo apretado a las sienes, apelotonadas unas con otras y dejando escapar un vapor nauseabundo de marisma corrompido que alteraba el estómago. [...]
Alinéabanse ante la báscula los cestones de caña cubiertos con húmedos trapos, que dejaban entrever el plomo brillante de la sardina, el suave bermellón de lo salmonetes y los largos y sutiles tentáculos de las langostas, estremecidas por el estertor de la agonía. Al lado de las cestas se alineaban las piezas mayores: los meros de ancha cola, encorvados por la postrera contracción, con las fauces en círculo, desmesuradamente abiertas, mostrando la obscura garganta y la lengua redonda y blancuzca como una bola de billar; rayas anchas y aplastadas, caídas en el suelo como un trapo de fregar húmedo y viscoso.

Vicente Blasco Ibáñez (1895): Flor de mayo. Plaza Janés Editores: Barcelona. Páginas 13-14.

¡Cosas de hombres!

Eugenio Lucas Velázquez (1817–1870): Bodegón. Museo del Prado
En casi todas las puertas sonaban el acordeón, con su chillona melancolía, la guitarra con su rasgueo soñador, el canto a coro desentonado y estridente, y algunas veces en las esquinas estallaba una tempestad de aullidos, el estrépito de la lucha cuerpo a cuerpo, y los antipáticos perros chatos chocaban sus amenazantes cabezas de foca, hasta el silletazo de algún vecino de buena voluntad los ponía en dispersión.
Despedazábamos en los corros enormes sandías; hundíanse las bocas en tajadas como medias lunas; pringábanse las caras con el zumo rojo; extendíanse los arrugados mosqueros bajo la barba para no mancharse; y al fin, la gente, con el vientre hinchado de agua, sumíase en dulce beatitud, escuchando como angélicas melodías los arañazos de los acordeones.
Y a esta hora de digestión líquida, al cantar el sereno las once y estar los corrillos más animados, era cuando a lo lejos la difusa luz de los faroles marcaba algo que se aproximaba balanceándose, trazando zigzags como una barca sin timón, echando la pesada ancla en cada esquina.
Vicente Blasco Ibáñez (1896): "¡Cosas de hombres!", en Cuentos valencianos. Plaza Janés Editores: Barcelona. Páginas 25-26.
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