jueves, 29 de mayo de 2014

Flor de mayo

Joaquín Sorolla: Pescadoras valencianas
Ya habían pasado en la penumbra del amanecerlos carros de las verduras y las vacas de la leche con su melancólico cencerreo. Solo faltaban las pescaderas, rebaño sucio, revuelto y pingajoso que ensordecía con sus gritos e impregnaba el ambiente con un olor de pescado podrido y un aura salitrosa del mar coservados entre los pliegues de sus zagalejos.
Llegaron cuando ya era de día, y a la luz cruda de un amanecer azulado empezaba a recortar vigorosamente todos los objetos sobre el fondo gris del espacio.
Ignacio Pinazo: Carros y tartanas
Oíase, cada vez más próximo, un indolente cascabeleo, y una tras otra fueron entrando en el puente del mar cuatro tartanas. Iban arrastradas por horribles jamelgos que parecían sostenerse únicamente por los tirones de riendas que daban los tartaneros. Estos se mantenían encogidos en sus asientos y con el tapaboas arrollado hasta los ojos.
Eran com negros ataúdes, y saltaban sobre los baches lo mismo que barcos viejos y despanzurrados a merced de las olas. El toldo tenía el cuero agrietado y tremendos rasguños, por donde asomaba el armazón de cañas; pegotes de pasta roja cubrían las goteras; el herraje roto y chirriante estaba remendado con cordeles; las ruedas guardaban en sus capas de suciedad el barro del invierno anterior, y todo el carruaje, de arriba abajo, parecía una criba, como si acabase de sufrir las descargas de una emboscada.
En su parte anterior lucían, como adorno coquetón, unas cortinillas de rojo desteñido, y por la abertura trasera mostrábanse revueltas con los cestos las señoras de la Pescadería, arrebujadas en sus mantones de cuadros, con el pañuelo apretado a las sienes, apelotonadas unas con otras y dejando escapar un vapor nauseabundo de marisma corrompido que alteraba el estómago. [...]
Alinéabanse ante la báscula los cestones de caña cubiertos con húmedos trapos, que dejaban entrever el plomo brillante de la sardina, el suave bermellón de lo salmonetes y los largos y sutiles tentáculos de las langostas, estremecidas por el estertor de la agonía. Al lado de las cestas se alineaban las piezas mayores: los meros de ancha cola, encorvados por la postrera contracción, con las fauces en círculo, desmesuradamente abiertas, mostrando la obscura garganta y la lengua redonda y blancuzca como una bola de billar; rayas anchas y aplastadas, caídas en el suelo como un trapo de fregar húmedo y viscoso.

Vicente Blasco Ibáñez (1895): Flor de mayo. Plaza Janés Editores: Barcelona. Páginas 13-14.

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