Frutos secos. Mercado Central de Valencia |
Barrios dormitorio de los polígonos industriales que los cercan. Lugares llenos de gente que parece nadie; naves abandonadas, almacenes cerrados, explanadas de hormigón en las que los skaters se deslizan ruidosamente entre latas vacías y botellas rotas. El almacén envasador de frutos secos, situado en alguno de esos deprimentes polígonos, concentra energías extraídos de los cinco continentes que han tomado forma de haba, cacahuete, nuez de macadamia, garbanzo tostado o grano de maíz. En qué lugares han rebotado esos frutos antes de llegar al saquito de plástico, en qué tinglados de qué puertos han sido almacenados y cuánto tiempo han tardado hasta llegar aquí; qué compañía han tenido en sus viajes esos sacos, junto a qué otras mercancías se han amontonado. Piñas trufadas con cocaína, maderas tropicales, quizá preciosas, que les han aportado el suplemento aromático de sus resinas y, por eso, las nueces de macadamia muestran un vago fondo de cedro, de resina de mobila, que un catador experto como Francisco podría detectar. Y una vez aquí, en España, ¿junto a qué otros cargamentos los han guardado?. ¿qué otros aromas han retenido en su largo viaje?, ¿gasoil?, ¿pinturas acrílicas?, ¿caucho?, ¿orín de rata? Caucho, pintura, excrementos de rata y gasóleo: olores de nuestros tristes trópicos contemporáneos. Al empleado de la empresa envasadora que abre y cierra sus puertas en un no lugar que antes fue huerta, lo rodean sacos procedentes de otros no lugares situados en las cuatro esquinas del mundo y él mete en la bolsa un pellizco del contenido de cada uno, una pizquita de pipas, otra de garbanzos tostados, nueces, pistachos, macadamias, unas pasas, y, concluida la selección, sella, retractila la bolsa de plástico que ha acabado por reunirlos hasta formar una familia heterogénea, mudializada y multicultural en feliz convivencia dentro del plástico. En la cara exterior del envase, es individualizado cada producto, nombrado bajo el epígrafe ingredientes escrito en letra tamaño cagada de mosca, que me exige calzarme otra vez las gafas para descifrar. El tamaño de la letra no me disuade, porque me gusta descubrir de dónde proceden las cosas, saber lo que me llevo del estante (lo llaman góndola) al carrito de la compra, del carrito al coche y del coche a la nevera y a mi boca. Conocer lo que me como, lo que va a compartir mi intimidad, alojándose dentro de mí.
Rafael Chirbes (2013): En la orilla. Anagrama Narrativas hispánicas: Barcelona. Páginas 148-150.
- Rafael Chirbes publica "En la orilla", la novela de la crisis económica, social y moral (19 marzo 2013), en nuevatribuna.
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