miércoles, 20 de abril de 2011

Estuve enferma, muy enferma

Fernando Botero (1999). Niña comiendo helado
“En aquella época, a principios de los años noventa, si hubiera encontrado a mi alcance el modo de conseguir una tenia, hubiera imitado a la Callas. No me importaba mi familia, ni mi salud, y en los momentos más desesperados, ni siquiera mi vida. Hubiera sacrificado todo, sin dudarlo un momento, por pesar nuevamente cuarenta y ocho kilos. Por cuarenta y cinco, hubiera accedido a un pacto con el diablo. Mi alma a cambio de un método eficaz que me permitiera comer lo que deseara y no engordar, o, mejor aún, adelgazar.
Y lo que deseaba comer era la casita de chocolate de Hansel y Gretel: paredes de mazapán, tan dulces que insensibilizaba la lengua, ventanas de turrón y cristales de azúcar, puertas de caramelo (prefería el tofe, no aquellas pastillas de colores con sabor sintético) y un tejado de chocolate. Decoraría con todo cuidado el interior: almendras y nueces salteadas en los azulejos de láminas de chocolate con menta, una sauna de chocolate caliente, una nevera de helados de nueces de macadamia, y una habitación especial para las delicatessen saladas: paté, pan francés, patatas fritas y galletas de cóctel, panecillos preñados con chorizo y pizzas. Una casa que se regenerara cada mañana, en la que pudiera vivir protegida y feliz, lejos del mundo de sus problemas, comiendo eternamente y eternamente delgada.
Estuve enferma, muy enferma, y no lo supe hasta años después, cuando la enfermedad se había instalado firmemente en mi vida y regía cada uno de mis movimientos” (p. 46-47).
(...)
“Mientras estaba a dieta había comprado un par de revistas de salud y belleza que incluían una lista de calorías y que orientaban sobre cómo crear una ingesta de equilibrada. Dediqué mis esfuerzos a componer dietas hipocalóricas, basadas en verduras y carne a la plancha, sin tener en cuenta mis necesidades vitamínicas o minerales, sino únicamente mi peso y mi estatura. Memoricé listas interminables de alimentos con sus respectivas calorías, y cómo variaban éstas si las frutas estaban verdes o maduras, si la carne se había preparado a la plancha o frita. No hubo un solo libro sobre el tema en la biblioteca o en librerías que yo no leyera y memorizara: los resumía y guardaba los esquemas, y me juraba regir mi vida según sus leyes.
Sobre la mesa no apreciaba la comida, su preparación o contenido, si me haría bien o no. Lo único que veía eran cantidades. “ (p. 51-52).

FREIRE, Espido (2002): Cuando comer es un infierno. Confesiones de una bulímica, Madrid, Aguilar.
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