Emilio Rámila (2008): Calderos |
Lúnula y Violeta
Me
levanto a las cinco y saco agua del pozo. Un cubo para cocinar, otro para
nuestro aseo, dos o tres para la limpieza de la casa y un barreño para
refrescar la huerta. En esta operación invierto por lo menos dos horas, pero
así y todo –a pesar de que me desenvuelvo mejor que en los primeros días- sé
que no resulta suficiente. Las hortalizas han cambiado de aspecto desde que
Lúnula no puede ocuparse de ellas y, quizá porque el calor aumenta de hora en
hora, las reservas del pequeño aljibe han menguado considerablemente. También las
provisiones que hace unos días parecían eternas están a punto de agotarse.
Extrañamente, el camión del pueblo que solía pasar por aquí de cuando en cuando
parece haberse olvidado de nuestra existencia. “Ocurre a veces”, me dijo Lúnula
ayer noche mientras cenaba en la mesa de su dormitorio. “Luego, de repente, se
acuerdan otra vez y vuelven a pasar.” Pero, mientras, nos hallamos aisladas y
algo hay que comer. Por eso esta mañana no he tenido más remedio que matar un
gallo. Ha sido un trabajo duro, desagradable en extremo para una persona como
yo, totalmente ajena a las tareas de una granja. Lúnula, envuelta en un batín
de seda china, se ha encargado de dirigir la operación desde la ventana de su
cuarto. “Retuércele el cuello”, decía. “Con decisión. No le demuestres que
tienes miedo. Es un momento nada más. Atóntalo, maréalo. No le des respiro.” He
intentado inútilmente seguir sus consejos. El gallo estaba asustado, picoteando
mis brazos, dejando entre mis dedos manojos
de plumas. He sentido náuseas y, por un momento, he abandonado corriendo el
corral. Pero Lúnula seguía gritando. “No lo dejes ahora. ¿No ves que está
agonizando? Casi lo habías estrangulado, Violeta. Remátalo con el hacha. Así.
Otra vez. No, ahí no. Procura darle en el cuello. No te preocupes de la sangre.
Estos gallos son muy aparatosos. Aún no está muerto. ¿No ves cómo su cabeza se
convulsiona, cómo se abren y cierran sus ojitos? Eso es. Hasta que no se mueva una
sola pluma. Hasta que no sientas el más leve latido. Ahora sí. Murió.
Cerciórate. Un gran trabajo, Violeta.” Y yo me he quedado un buen rato aún
junto al charco de entrañas y sangre, de plumas teñidas de rojo, como mis
manos, mi delantal, mis cabellos. Llorando también lágrimas rojas, sudando
rojo, soñando más tarde solo enrojo una vez acostada en mi dormitorio: un
cuarto angosto sin ventilación alguna al que solo llegan los suspiros de Lúnula
debatiéndose con la fiebre.
Ella
en cambio parece renacida, pletórica de salud, llena de una vitalidad
alarmante. Ahora recorta las hojas de lechuga seca, limpia el jardín de mala
hierba, siembra semillas de jacarandá, vuelve a accionar la polea del pozo,
riega otra vez, se baña, escoge un conejo del corral y, con mano certera, lo
mata en mi presencia de un solo golpe. Casi sin sangre, sonriendo, con una limpieza
inaudita lo despedaza, le ha sacado los hígados, lo lava, le ha arrancado el
corazón, lo adoba con hierbas aromáticas y vino tinto. Ahora parte los troncos
de tres en tres, con golpes recios, sin demostrar fatiga, tranquila como quien
resuelve un simple pasatiempo infantil; los dispone sobre unas piedras,
enciende un fuego, suspende la piel de unas ramas de higuera. Ahora me dirige
una sonrisa compasiva: “Pero Violeta…, qué mal aspecto tienes. Deja que te
mire. Tus ojos están desorbitados, tu cara ajada… ¿Qué te pasa, Violeta?”.
Pienso también que es la primera vez que habla de ojos, de cara, sin referirse
a un animal, a un cuadro. “¡Y qué rara alimentación has debido de preparar en
estos días!... Te noto deformada, extraña.” Intenta disimular una mueca de
repulsión pero yo la adivino bajo su boca entrecerrada. “Y esas carnes que te
cuelgan por el costado.” Ahora me rodea la cintura con sus brazos. “Tienes que
cuidarte, Violeta. Te estás abandonando.” Y sigue con su actividad frenética.
Cuidarte, pienso, abandonarte. También es la primera vez que en esta casa se
habla de cuidados y abandonos.
Cristina FERNÁNDEZ CUBAS: Todos los cuentos: Mi hermana Elba: “Lúnula y Violeta”. Tusquets
Editores. Colección Andanzas; 672. Páginas 35-37.
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