Janendra Caracol (2011): Acercamiento FLICKR |
El lugar
Con
las primeras horas de la mañana, cuando ya en la calle se escuchaba el rumor
del tráfico y la casa empezaba a llenarse de amigos y vecinos, me vestí
apresuradamente, cogí una cesta y me dirigí al mercado. No estuve allí más que
unos minutos. Los suficientes para adquirir algunas frutas, que escogí entre
las más apetitosas, y enseguida, sin importarme lo desastrado de mi atuendo, la
barba de dos días o los alimentos que asomaban por el capazo, me fui al banco. La
puerta estaba cerrada y, aunque se percibía el trasiego de los empleados en el
interior, tuve que esperar un buen cuarto de hora a que se diera paso a los
clientes. Después, con la cesta aún más abultada, me dirigí a una mercería. El establecimiento
estaba repleto, pero tal vez porque era poco lo que pensaba adquirir, porque mi
aspecto debía en buena lógica sobresaltar a las dependientas, o quizá, tan solo,
porque en los lugares de clientela femenina un hombre suele ser tratado con
preferencia, fui atendido de inmediato. Al salir redoblé el paso y dudé un
momento frente a otra tienda. Leí: ÓPTICA. RELOJES. APARATOS DE PRECISIÓN. Pero
no entré. Alcancé mi portal de una corrida, no tuve paciencia para esperar el
ascensor y subí hasta el piso saltando los escalones de dos en dos.
Al
entrar me encontré con los amigos que había dejado al partir y a los que yo había
llamado la noche anterior, más otros muchos a los que debían de haber llamado
los primeros, y dos hombres de gesto sombrío e íntegramente vestidos de negro,
que, aun antes de reparar en el ataúd de caoba que aguardaba en el comedor,
reconocí de inmediato como empleados de la funeraria. Di mi autorización para
que procedieran a su trabajo, pero les rogué que antes de cerrar para siempre
la caja me permitieran permanecer un rato a solas con la que fue mi esposa.
Supongo
que nadie puede asombrarse ante semejante deseo, ni menos aún atreverse a
interrumpir un momento como este, el último adiós, en el que quien permanece
con vida suele expresar con palabras su amor, su petición de perdón, sus ansias
de reuniré lo más pronto posible con el ser querido. Y lo hace en voz alta. Como
si los cuerpos de cera pudieran oír o los labios amoratados pronunciar una
respuesta. Así y todo cerré la puerta con llave. Y después, solo frente a
Clarisa, la besé en los labios.
Pero
eso no fue lo único que hice. Había entrado en la alcoba con el producto de mis
gestiones matutinas, con la cesta de la compra en la que nadie había reparado –después
de todo, ¿no suelen entregarse ciertos viudos a las extravagancias más
inauditas?- y con todo cuidado, escogí algunas frutas, las más pequeñas, quizá
las más sabrosas. Un aguacate, una chirimoya, un kiwi. Las coloqué amorosamente
entre los pliegues del sudario. Después, con mucha cautela, alcé los pies
cubiertos de Clarisa y comprobé que había espacio de sobra para lo que me
proponía. Volví a depositarlos en su lugar y busqué en el fondo de la cesta el
estuche que momentos antes reposara en la caja de seguridad de un banco y lo abrí.
El collar de tía Ricarda emitió un brillo desacostumbrado, poderoso, como si en
lugar de regresar de un encierro surgiera de las manos de un pulidor de metales
o de un restaurador de joyas. No fue más que una sensación efímera, pero me
aferré a ella con toda emoción. Oculté el collar bajo los pies de Clarisa y
acomodé de nuevo un minúsculo kiwi que, con el inevitable movimiento, acababa
de asomar por entre los pliegues del sudario. El resto resultó muy fácil. Despeiné
los cabellos que alguien –una amiga, tal vez una vecina- había recogido en la
nuca y camuflé entre los rizos hebras de hilo azul, rojo, dorado, plateado,
naranja y siena, muy parecidas a aquellas con las que, según me obsequiaba la
memoria, mi madre bordaba aves fabulosas y paisajes imposibles. Por último, muy
cerca del pecho escondí una polvera de plata y un reloj. Era un reloj de
bolsillo que ignoraba a quién había pertenecido, deteriorado, fuera de uso,
pero de tal belleza que, cuando convertimos la vitrina en alacena, había
conservado junto a mí en una de las mesitas de la alcoba. “A su propietario”,
me dije, “sea quien sea, le gustará recuperarlo.” Pero no me estaba entregando
a un ritual antiguo, ni menos aún creía seriamente que los objetos allí
depositados cumplieran otro fin que el de un simple acto de amor, un símbolo,
una interpretación fiel de las angustias y fantasías de Clarisa. Un “a ella le
habría gustado”, justificador de tantos y tantos actos en apariencia absurdos
que yo me apresuraba a ejecutar antes de que fuera demasiado tarde, se abriera
la puerta, los dos hombres de aspecto lúgubre cerraran para siempre el ataúd y
partiéramos todos hacia la iglesia, hacia el cementerio, hacia el panteón,
donde, para siempre, iba a reposar mi adorada Clarisa. Sí, antes de que todo
eso ocurriera yo había cumplido con mi obligación. Y entonces acaricié el
rostro de Clarisa, la besé de nuevo en los labios y le hablé en voz alta:
-¿Lo
ves? No tenías que preocuparte.
Pero
esta vez mis palabras no me parecieron insensatas ni desprovistas de sentido.
Y
enseguida, como en un juego infantil, una travesura de la que solo los dos
conociéramos el código, le susurré al oído:
-Serás
bien recibida, amor mío.
Cristina FERNÁNDEZ CUBAS (1994): Todos los cuentos: Con Agatha en Estambul: “El lugar”. Tusquets Editores. Colección
Andanzas; 672. Páginas 316-318.
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