Laura González (2009): Los detectives salvajes / Roberto Bolaño |
Bárbara Patterson, en la cocina de su casa, Jackson Street, San Diego, California, octubre de 1982. Nuestra vida era infame pero cuando Rafael supo que Ulises Lima no había vuelto de un viaje a Nicaragua se volvió doblemente infame.
Esto no puede seguir así, le dije un día. Rafael no hacía nada, no trabajaba, no escribía, no me ayudaba a limpiar la casa, no salía a hacer la compra, lo único que hacía era bañarse cada día (eso sí, Rafael es limpio, como casi todos los putos mexicanos) y mirar la tele hasta que amanecía o salir a la calle a tomar cervezas o a jugar al fútbol con los jodidos chicanos del barrio. Cuando yo llegaba me lo encontraba a la puerta de casa, sentado en las escaleras o en el suelo, con una camiseta del América que apestaba a sudor, bebiéndose su TKT y dándole a la lengua con sus amigos, un grupito de adolescentes con el encefalograma plano que lo llamaban el poeta (cosa que a él no parecía disgustarle) y con los que se estaba hasta que yo ya había preparado la jodida cena. Entonces Rafael les decía adiós y ellos órale, poeta, hasta mañana, poeta, otro día seguimos la plática, poeta, y recién entonces entraba en casa.
Curt Gibbs (2010) |
Yo, la verdad, ardía de rabia, de puro coraje, y de buena gana le hubiera puesto veneno en sus pinches huevos revueltos, pero me contenía, contaba hasta diez, pensaba está pasando por una mala racha, el problema era que yo sabía que la mala racha duraba ya demasiado tiempo, cuatro años para ser exactos, y aunque no escasearon los buenos momentos, la verdad es que los malos eran mucho más numerosos y mi paciencia estaba llegando al límite. Pero me aguantaba y le preguntaba qué tal te ha ido el día (pregunta estúpida) y él decía, ¿qué iba a decir?. bien, regular, más o menos. Y yo le preguntaba: ¿de qué platicas con esos muchachos? Y él decía: les cuento historias, los instruyo en las verdades de la vida. Luego nos quedábamos en silencio, la tele encendida, cada uno ensimismado en sus respectivos huevos revueltos, en sus pedazos de lechuga, en sus rodajas de tomate, y yo pensaba de qué verdades de la vida hablas, pobre infeliz, pobre desgraciado, de qué verdades instruye, pobre gorroncito, pobre sangroncito, ojete de mierda, que si no fuera por mí estarías ahora durmiendo bajo el puente. Pero no le decía nada, lo miraba y nada más. Aunque hasta mis miradas parecían molestarlo. Me decía: qué me miras, güera, qué estás maquinando. Y yo entonces forzaba una sonrisa de pendeja, no le contestaba y empezaba a recoger los platos.
BOLAÑO Roberto (1998): Los detectives salvajes. Editorial Anagrama, Colección Compactos: Barcelona (páginas 346-347).
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