Fotografía de dos niñas, en Madrid, refugiadas de la Guerra Civil. Archivo de la Creu Roja Internacional de Ginebra EFE/FOTOTECA. Se desconoce la identidad de las niñas y del fotógrafo |
Un hombre rebuscaba entre la basura, amontonada al final de las calles, en los solares, despidiendo un olor acre y nauseabundo. Una mujer de melena mitad negra mitad amarilla, tal vez joven, que tal vez fue hermosa y coqueta, cruzaba la calle cansadamente arrastrando de la mano a un niño de grandes orejas. Hambre. Hambre, en todas partes donde mirase.
Sol apoyó la cabeza en el hombro de su hermano, y sintió una lágrima inesperada resbalándole hacia la sien. Eduardo la miró de frente y la abrazó con fuerza. Era la primera vez que lo sentía humano, próximo.
-Anda, no llores. Ven conmigo. Te llevaré a un sitio donde podré darte algo de comer.
La llevó ciudad arriba, hacia el Tibidabo. A medida que se acercaban a la montaña, la ciudad, tras ellos, parecía huir rosadamente, dulcemente, como si no existiese la guerra. Tal vez fue aquella la primera vez que Eduardo la trató como hermano. Durante el camino le iba hablando de un modo desconocido, confidencial. En la calle, fuera del piso y de su clima invadido, se sentían más cerca uno del otro, las palabras brotaban con menos esfuerzo.
-En este tiempo he aprendido muchas cosas, Sol -dijo él-. Te aseguro que ahora entiendo la vida.
- ¡Adónde vamos?
- A una barraca.
- ¿Y por qué?
- Ya verás. Es una especie de refugio. Mío y de mis amigos.
Le explicó, entonces, que tenían una guarida, con provisiones, en una barraca de la ladera de la montaña. En ella, además de ser el punto de reunión, vivía un muchacho, llamado Chano. En improvisadas cuevas, en el Tibidabo vivían gentes que huían de los bombardeos, anidadas como animales, resguardándose con jirones de estera y cañas secas.
Cuando llegaron, la noche estaba ya muy próxima, pero una claridad azul bañaba los salientes de la roca, las cañas y las barracas. Alguna que otra hoguera enrojecía levemente el paisaje desnudo y mísero. Del humo tenue de aquellas fogatas, Sol creyó oír brotar una agria sinfonía de quejas, riñas y desolación.
Nunca antes pisó aquellos parajes. La hierba aparecía rapada y seca, y la tierra polvorienta, muy pisoteada. La silueta de las montañas despedía una extraña luminosidad lechosa. Muchos de los árboles fueron talados para hacer leña. Una estrella, solitaria, parpadeaba a lo lejos.
La barraca era pequeña y frágil, construida con ladrillos viejos, latas oxidadas y cañas. Eduardo apartó los maderos que protegían el agujero de la puerta, y entraron. Olía a suciedad, a frío y a hierbas mustias. En una esquina un colchón, mugriento y aplastado, despedía un hedor dulzón.
- Siéntate -dijo Eduardo.
Obedeció, no sin cierta repugnancia. Eduardo encendió un candil de aceite y el interior de la barraca se llenó de una claridad amarilla, espesa. Una columna de humo, delgado y negro, ascendía al techo. Sol apretó los brazos contra el cuerpo. El viento soplaba por entre las cañas y los ladrillos mal ajustados.
Eduardo manipuló entre los sacos y los cajones, que casi llenaban todo el reducido espacio. De pequeñas trampas y lugares muy ocultos, sacó chocolate, pan y una lata de carne en conserva. Abrió la lata y colocó un trozo, rojo y gelatinoso, en un plato de aluminio, como los que usan los soldados. Luego desdobló la navaja y le entregó ambas cosas.
Con el plato en las rodillas, Sol comió ávidamente. La carne estaba fría y tenía un gusto fuerte e insípido a la vez. Sin embargo, todo su ser parecía renovarse. Mientras comía, no se atrevía siquiera a mirar a su hermano, sentado en un cajón, frente a ella.
MATUTE, Ana María (2011): Luciérnagas. Editorial Austral. Destino: Barcelona. Páginas 73-75.
Le explicó, entonces, que tenían una guarida, con provisiones, en una barraca de la ladera de la montaña. En ella, además de ser el punto de reunión, vivía un muchacho, llamado Chano. En improvisadas cuevas, en el Tibidabo vivían gentes que huían de los bombardeos, anidadas como animales, resguardándose con jirones de estera y cañas secas.
Cuando llegaron, la noche estaba ya muy próxima, pero una claridad azul bañaba los salientes de la roca, las cañas y las barracas. Alguna que otra hoguera enrojecía levemente el paisaje desnudo y mísero. Del humo tenue de aquellas fogatas, Sol creyó oír brotar una agria sinfonía de quejas, riñas y desolación.
Nunca antes pisó aquellos parajes. La hierba aparecía rapada y seca, y la tierra polvorienta, muy pisoteada. La silueta de las montañas despedía una extraña luminosidad lechosa. Muchos de los árboles fueron talados para hacer leña. Una estrella, solitaria, parpadeaba a lo lejos.
La barraca era pequeña y frágil, construida con ladrillos viejos, latas oxidadas y cañas. Eduardo apartó los maderos que protegían el agujero de la puerta, y entraron. Olía a suciedad, a frío y a hierbas mustias. En una esquina un colchón, mugriento y aplastado, despedía un hedor dulzón.
- Siéntate -dijo Eduardo.
Obedeció, no sin cierta repugnancia. Eduardo encendió un candil de aceite y el interior de la barraca se llenó de una claridad amarilla, espesa. Una columna de humo, delgado y negro, ascendía al techo. Sol apretó los brazos contra el cuerpo. El viento soplaba por entre las cañas y los ladrillos mal ajustados.
Eduardo manipuló entre los sacos y los cajones, que casi llenaban todo el reducido espacio. De pequeñas trampas y lugares muy ocultos, sacó chocolate, pan y una lata de carne en conserva. Abrió la lata y colocó un trozo, rojo y gelatinoso, en un plato de aluminio, como los que usan los soldados. Luego desdobló la navaja y le entregó ambas cosas.
Con el plato en las rodillas, Sol comió ávidamente. La carne estaba fría y tenía un gusto fuerte e insípido a la vez. Sin embargo, todo su ser parecía renovarse. Mientras comía, no se atrevía siquiera a mirar a su hermano, sentado en un cajón, frente a ella.
MATUTE, Ana María (2011): Luciérnagas. Editorial Austral. Destino: Barcelona. Páginas 73-75.
Foto: MINISTERIO DE CULTURA |
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