Los ágapes y festejos se sucederían durante una semana. Apoyada entre las pequeñas almenas de la azotea de palacio, Isabel observaba desde la distancia a los diminutos habitantes de las chozas de la playa. Cantaban y bailaban alegres porque gracias a la generosidad de los reyes pudieron celebrar sus esponsales dejando a un lado por unos días la forzosa dieta a base de algas y pescado crudo a la que estaban asiduamente forzados. La boca se les debía de hacer agua al hincar el diente a la sabrosa carne que pudieron cocinar en las brasas de la leña que se les entregó junto al manjar. Las hogueras que prendieron sobre la arena blanca refulgían haciéndose visibles desde muy lejos al contrastar con la oscuridad cercana del dueño de las olas que hasta allí guiaron a la recién llegada reina. El sonoro batir de éstas contras los arrecifes se vio roto por la seductora voz del joven y eufórico recién casado.
ARTEAGA, Almudena de (2005): La esclava de marfil, Madrid, Martínez Roca, p. 151.
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